sábado, noviembre 15, 2008

A Siete Cuadras



"En la esquina por favor." Mi mano permanecía rígida sobre la baranda que le hacía compañía al chofer, mientras yo miraba como nos acercábamos al paradero. Las puertas se abrieron sorprendidas por un semáforo en rojo, así que descendí con calma, observando como subían una señora y su hijo, y luego empecé a caminar.

Siete cuadras me separaban de “ella”. Esta noche sería la gran noche, aquella que los novios nunca olvidan, y desean se repita en la noche de bodas, o en todas las otras noches. Mi caminar era el acostumbrado, algo distraído y apurado; deseaba llegar pronto, era que no.

Apenas estoy cruzando la primera calle, cuando veo que las luces de un auto giran desde atrás, pasando sobre mí, y luego escucho el sonido de un motor que se aleja. Yo miro por encima de mi hombro derecho y lo veo perderse en la oscuridad. Qué sensación más extraña, siempre he cruzado las calles de la misma manera, nunca miro si un auto va a doblar por donde yo paso, pero esta vez siento como si existiera una malévola intencionalidad de atraparme. Es absurdo, al menos eso me parece. Mientras me debato en estos pensamientos, he llegado a la próxima esquina. Ahora las cosas son diferentes, ningún auto puede doblar sobre mí, porque deben hacerlo hacia su izquierda. Espero tranquilamente a que el semáforo me de la luz, y cruzo con calma.

Mis pensamientos se habían volcado hacia ella, pero al llegar a la otra esquina, esa desagradable sensación regresa. Sin embargo estoy dispuesto a no hacerle caso. Aun no he subido a la acera cuando dos luces de auto pasan sobre mi espalda, y el aire desplazado hace volar mi chaqueta. Una voz que se difunde en el aire, grita: "...eón, aprende a ...".

"Cruzar", ¿eso quiso decir? Yo siempre lo he hecho igual. Ese conductor debió preocuparse de mí, como peatón que soy. Sé que tengo la razón. Nuevamente la discusión interna me ha llevado a la próxima esquina, donde no existe peligro. Sin embargo, continúo molesto hasta la otra cuadra. La rabia me ha vuelto ciego, ya no miro semáforos, ni miro por donde cruzo, simplemente lo hago. Esta vez no hay luces, ni autos, ni gritos. Me doy cuenta que he tenido suerte al cruzar. Mucha suerte, ¿pero qué es ese asqueroso olor?

En la próxima esquina me detiene nuevamente el semáforo, lo que me da tiempo para calmarme y pensar. Me falta cruzar una última calle para estar a salvo, no vale la pena arriesgarlo todo por mi porfía. La calma me mece en sus brazos, y he llegado a la esquina. Pero al detenerme el miedo ingresa violentamente en mi corazón. Sé que debo voltear hacia mi izquierda, para asegurarme de que ningún auto doble por mi camino; sin embargo estoy transpirando frío. Lentamente giro mi cabeza. Ya estoy sobre mi hombro, cuando veo pasar dos potentes luces que siguen derecho. Qué tonto he sido, toda la vida lo he hecho de la misma manera y ahora me asusto.

Este es el momento de cruzar, no viene ningún auto que pueda doblar, sólo me molesta ese desagradable olor que ahora parece estar en todos lados. Mi salto brusco y precipitado, lleno de la alegría del triunfo, se ve violentamente apagado. Tuve tiempo suficiente para ver a una mano pequeña que surgía desde el piso y que sujetó mi pié.
" No te preocupes - me dijo una voz - no hay autos, ni calles, ni semáforos, ni nada que pueda hacerte más daño que yo. "


El Sibarel