En la época en que dioses y seres fabulosos poblaban la tierra, vivía en Grecia un joven llamado Orfeo, que solía entonar hermosísimos cantos acompañado por su lira. Su música era tan hermosa que, cuando sonaba, las fieras del bosque se acercaban a lamerle los pies y hasta las turbulentas aguas de los ríos se desviaban de su cauce para poder escuchar aquellos sones maravillosos. Un día en que Orfeo se encontraba en el corazón del bosque tañendo su lira, descubrió entre las ramas de un lejano arbusto a una joven ninfa que, medio oculta, escuchaba embelesada. Orfeo dejó a un lado su lira y se acercó a contemplar a aquel ser cuya hermosura y discreción no eran igualadas por ningún otro. - Hermosa ninfa de los bosques –dijo Orfeo-, si mi música es de tu agrado, abandona tu escondite y acércate a escuchar lo que mi humilde lira tiene que decirte. La joven ninfa, llamada Eurídice, dudó unos segundos, pero finalmente se acercó a Orfeo y se sentó junto a él. Entonces Orfeo compuso para ella la más bella canción de amor que se había oído nunca en aquellos bosques. Y pocos días después se celebraban en aquel mismo lugar las bodas entre Orfeo y Eurídice. La felicidad y el amor llenaron los días de la joven pareja. Pero los hados, que todo lo truecan, vinieron a cruzarse en su camino. Y una mañana en que Eurídice paseaba por un verde prado, una serpiente vino a morder el delicado talón de la ninfa depositando en él la semilla de la muerte. Así fue como Eurídice murió apenas unos meses después de haber celebrado sus bodas. Al enterarse de la muerte de su amada, Orfeo cayó presa de la desesperación. Lleno de dolor decidió descender a las profundidades infernales para suplicar que permitieran a Eurídice volver a la vida. Aunque el camino a los infiernos era largo y estaba lleno de dificultades, Orfeo consiguió llegar hasta el borde de la laguna Estigia, cuyas aguas separan el reino de la luz del reino de las tinieblas. Allí entonó un canto tan triste y tan melodioso que conmovió al mismísimo Carón, el barquero encargado de transportar las almas de los difuntos hasta la otra orilla de la laguna. Orfeo atravesó en la barca de Carón las aguas que ningún ser vivo puede cruzar. Y una vez en el reino de las tinieblas, se presentó ante Plutón, dios de las profundidades infernales y, acompañado de su lira, pronunció estas palabras: - ¡Oh, señor de las tinieblas! Heme aquí, en vuestros dominios, para suplicaros que resucitéis a mi esposa Eurídice y me permitáis llevarla conmigo. Yo os prometo que cuando nuestra vida termine, volveremos para siempre a este lugar. La música y las palabras de Orfeo eran tan conmovedoras que consiguieron paralizar las penas de los castigados a sufrir eternamente. Y lograron también ablandar el corazón de Plutón, quien, por un instante, sintió que sus ojos se le humedecían. - Joven Orfeo –dijo Plutón-, hasta aquí habían llegado noticias de la excelencia de tu música; pero nunca hasta tu llegada se habían escuchado en este lugar sones tan turbadores como los que se desprenden de tu lira. Por eso, te concedo el don que solicitas, aunque con una condición. - ¡Oh, poderoso Plutón! –exclamó Orfeo-. Haré cualquier cosa que me pidáis con tal de recuperar a mi amadísima esposa. - Pues bien –continuó Plutón-, tu adorada Eurídice seguirá tus pasos hasta que hayáis abandonado el reino de las tinieblas. Sólo entonces podrás mirarla. Si intentas verla antes de atravesar la laguna Estigia, la perderás para siempre. - Así se hará –aseguró el músico. Y Orfeo inició el camino de vuelta hacia el mundo de la luz. Durante largo tiempo Orfeo caminó por sombríos senderos y oscuros caminos habitados por la penumbra. En sus oídos retumbaba el silencio. Ni el más leve ruido delataba la proximidad de su amada. Y en su cabeza resonaban las palabras de Plutón: “Si intentas verla antes de atravesar la laguna de Estigia, la perderás para siempre”. Por fin, Orfeo divisó la laguna. Allí estaba Carón con su barca y, al otro lado, la vida y la felicidad en compañía de Eurídice. ¿O acaso Eurídice no estaba allí y sólo se trataba de un sueño?. Orfeo dudó por un momento y, lleno de impaciencia, giró la cabeza para comprobar si Eurídice le seguía. Y en ese mismo momento vio cómo su amada se convertía en una columna de humo que él trató inútilmente de apresar entre sus brazos mientras gritaba preso de la desesperación: - Eurídice, Eurídice... Orfeo lloró y suplicó perdón a los dioses por su falta de confianza, pero sólo el silencio respondió a sus súplicas. Y, según cuentan las leyendas, Orfeo, triste y lleno de dolor, se retiró a un monte donde pasó el resto de su vida sin más compañía que su lira y las fieras que se acercaban a escuchar los melancólicos cantos compuestos en recuerdo de su amada.
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Al mirar hacia atrás, la sombra pálida de Eurídice regresa a la muerte. Tras el canto sublime, Proserpina y Plutón, conmovidos ante tan grande amor y tantas peripecias, mandan a llamar a Eurídice para entregarla al poeta. Llega ella, todavía dolorida y sin aliento. Pero apenas ve a su esposo, sus ojos se llenan de luz y una ancha sonrisa entreabre otra vez sus labios pálidos. Deseosa de entregarse al cantor para siempre, la ninfa extiende sus delgados brazos. Pero los soberanos infernales no le permiten el abrazo. Sólo consienten en que la pareja parta. A último momento, Proserpina advierte al poeta: él deberá marchar siempre adelante. Mientras esté en la región infernal no podrá volverse a contemplar el rostro de su amada. Si lo hiciera, perderá para siempre a Eurídice, que volverá al reino de las sombras. Parten los esposos. Orfeo siempre adelante, canta durante todo el viaje. Sabe que la ninfa es feliz oyéndolo. En la orilla de Estigia, aun sin mirarse el uno al otro, los enamorados encuentran a Caronte. Contento de volver a ver a su amigo vivo, el viejo lo conduce al otro lado del río infernal. Después vuelve y hace subir a Eurídice en la barca, para que cumpla el mismo trayecto. Ya casi en la puerta que los separa del mundo de los mortales, lejos del crepúsculo infinito, el poeta no puede contener el deseo de volver a ver el rostro de su amada. El aviso de Proserpina le resuena en los oídos. Eurídice viene detrás, y en el fondo de su alma implora a los dioses que el esposo no ceda a la tentación de mirarla. Falta tan poco para unirse nuevamente... A último momento, olvidando las palabras de la reina infernal, Orfeo cede al imperioso deseo. Vuelve hacia atrás la mirada dolorida y sólo divisa una sombra, traslúcida llorosa, que retorna a la oscuridad. Todo está perdido. El poeta desesperado, desanda el camino y ruega muchas veces a Caronte que traiga a Eurídice nuevamente a la orilla de los vivos. Pero el barquero sujeto únicamente al mandato de Plutón, no escucha su pedido y lleva a la sombra de la joven a su morada definitiva. Todavía el poeta canta versos intensos y apasionados. Pero los Infiernos ya no oyen. Nadie se conmueve.
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Al rechazar el amor de las Bacantes, Orfeo trataba de conservarse fiel al doloroso recuerdo de Eurídice. Solo, desolado, como si dejase en las sombras la mitad de si mismo, Orfeo vuelve a la superficie de la tierra. Ya nada podrá hacerlo sonreír. Su canto se hace triste para siempre, de una tristeza infinita, como si el poeta estuviera sólo esperando el momento de la muerte para volver a ver a su amada. Dicen que mucho después, tras haber errado por toda Tracia para liberarse de su desesperación, y después de haber fundado su religión, Orfeo perdió la vida de manera extraña. Las Bacantes enamoradas del poeta intentaron seducirlo. Y él, negándose a ellas en nombre del recuerdo de Eurídice, trató de escapar por el bosque. Pero las mujeres tracias lo siguieron y consiguieron atraparlo. Furiosas, le despedazaron las ropas y le rasgaron la carne. Su cabeza, sin embargo, erró por las aguas dejando todavía oír su voz, y donde se posó se erigió un santuario. Hecho pedazos el cuerpo del poeta, su alma al fin libre pudo partir a los Infiernos. Y allí unido a Eurídice, deambula por las melancólicas praderas y bosquecillos del reino de Plutón, cantando al amor, más y más grande que la muerte.
Dedicado a la literatura y letras que han dejado alguna huella en lo que soy y puedo ser; pero también he decido incluir aquí algunos de mis propios escritos.