Mariano Latorre
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-¿No conociste tú antes a Valdés? -No supe que existía sino cuando llegué al Ministerio del Interior por encargo de Maldonado Silva a activar los pasajes de la Comisión. Estaba sentado detrás de un escritorio, en una especie de salón de recibo. No se dio cuenta de mi entrada ni yo hablé ante este silencio. La cabeza grande, comida por la calva, se irguió de improviso y vi una cara larga, de tinte de oliva, salpicada de innumerables cicatrices; una cara en forma de pera, muy ancha de arriba y aguzada de abajo.
"-¿Qué se le ofrece? -me dijo. Voz seca, sin timbre, como gastada, lo mismo que los ojos y la cara. Los ojos opacos tenían algo de muerto. Por eso debieron llamarlo el Finado Valdés.
"-Vengo a buscar los pasajes para los miembros de la Comisión que el Gobierno manda a las minas de Lota. Debe estar ya tramitado el decreto.
"Dijo únicamente: "¡Ah!", y se sonrió. La sonrisa era hermana de la voz y de la mirada: un subrayado amarillo, tristón, como una mueca.
"Se levantó de su sillón giratorio con un ondulado esguince de la cintura. Era alto, de espaldas curvas y muy flaco. El terno de tela gruesa se le hundía en los hombros, en una arruga profunda.
"-Voy a llevar los pasajes al Subsecretario para que los firme -me explicó con amabilidad-. Venga mañana. Los tendrá listos.
"Volví al día siguiente, y el Finado había despachado el pase libre. Al despedirme me insinuó con pedigüeña quejumbre: "-¿No podría ir yo en la Comisión? -Debió notar cierto embarazo en mi actitud, porque agregó-: ¡Fíjese que nunca he hecho un viaje, ni a Valparaíso! ¡Y el sur dicen que es tan lindo! "Le dije para librarme de él: "-Habrá que consultarlo con Maldonado Silva.
"Me interrumpió: "-Puse un pasaje de más, señor.
"-No creo que Maldonado Silva tenga inconveniente -insistí.
"Me acompañó hasta la puerta y confidencialmente susurró muy despacio: "-¡Dígale que soy un correligionario! "-¿Es usted demócrata? -pregunté.
"-No -me dijo cínicamente-, pero es lo mismo...
Mi amigo Emilio Vallet, que acompañó en calidad de periodista a esta Comisión parlamentaria a la zona del carbón, es un directo descendiente de franceses. Creo que de gascones. Ha olvidado casi el idioma. Su chilenización es completa y definitiva. No conserva de sus antepasados franceses sino su movilidad, su riqueza imaginativa y la pequeña talla de meridional. Su frente redonda estalla, cada día, en proyectos formidables. Ya es un invento que modificará los aparatos de radio del mundo, como una monstruosa información periodística o una novela sobre los crímenes célebres de Chile, por entregas, que lo llenará de dinero.
Él me ha contado la historia del empleado inferior del Ministerio, Juan Valdés, el Finado Valdés, como lo llamaban sus colegas.
En medio de las comilonas con que desde el tren se inició esta misión de concordia social hasta su desembarco en Talcahuano, empieza la comedia, se desarrolla el drama y termina la tragedia de Juan Valdés, alias el Finado.
Encontré a Vallet una tarde en la calle Huérfanos. Bebimos unas copas en un bar, me contó a grandes rasgos la historia y lo convencí de que debíamos ir al Ministerio del Interior a averiguar datos sobre Juan Valdés. Mi procedimiento para decidirlo a acompañarme fue poner en duda la veracidad del hecho y la realidad humana de Valdés.
No hacía una semana que el Finado era realmente finado. En el Ministerio debían ya tener noticias de sus parientes, pues se publicó un aviso en los diarios apenas Maldonado Silva llegó a Santiago.
Yo no le confesé a Vallet que una emoción extraña me sobrecogió al llegar a La Moneda y subir por esas escaleras de caracol que conducen al segundo piso. Tuve la impresión curiosa de haberlo conocido mucho y que su recuerdo fuera a despertar en mí reflexiones amargas sobre la fragilidad de la vida y lo perecedero de las humanas ambiciones.
Vallet empujó una mampara, la misma que traspasara un mes antes al activar el despacho de los pases libres. Me imaginé, al entrar, que, tras el pequeño escritorio, aislado en medio de una gran estancia, se iba a erguir la cabeza calva del Finado Valdés; pero en la sala no había nadie. El sucesor de Valdés aún no había llegado.
Ibamos a salir de nuevo, cuando la mampara volvió a abrirse y apareció un viejo con una taza de té en la mano. Era el conserje del Ministerio. Al preguntarle sobre Valdés me miró con curiosidad un instante y nos invitó a sentarnos mientras él iba a dejar la taza de té.
-Nos debe haber tomado por parientes de Valdés-me dijo Vallet, cuando el viejo desapareció por otra puerta.
Volvió a los pocos segundos. Era un viejo enteco, de pómulos en relieve y de tez muy obscura. Le encontré algo de veterano del Pacífico.
Nos miró de reojo, con cierta desconfianza, cuando Vallet le preguntó si conocía a Valdés.
-Como no lu'iba a conocer al finao si me quedó debiendo quince tazas y a mi hija un mes de lavao, porque m'hija le lavaba la ropa.
Pero se arrepintió de su brusca salida, y con ese tono compasivo no sé si sincero o hipócritamente estudiado con que la gente del pueblo recuerda a los muertos, agregó: -Se quedó el pobrecito pu'allá, por las minas. ¡Dios lo haya perdonado! Con un gesto humorístico, algo impropio del momento, lo interrumpió Vallet: -¿En las minas? En el fondo del mar o en el vientre de un tiburón estará...
Levantó el viejo unos ojos turbios, sin mirada. No comprendía. Vallet corrigió su exabrupto. Era, y es aún, un hombre práctico. No quiso comprometer, al divulgar la noticia de la muerte de Valdés, a los miembros de la Comisi6n Arbitral, preocupados con los crujidos del Congreso, cuya armazón democrática vacilaba en ese entonces. No tenía el conserje más noticias sobre él, ni conocía a su familia, pero nos dio el número de la casa de doña Eustaquia Calderón, donde Valdés vivía; de un bar alemán de la calle San Diego que frecuentaba y el domicilio de un sastre que todos los días 26 venía a cobrar su cuota.
Vallet no me acompañó a la casa de pensión, situada en la calle Nataniel. Era reportero de un diario y tenía que hacer en la Sección de Seguridad esa tarde. Yo me alegré de su decisión. Seguir los rastros del que ya consideraba mi personaje era, para mí, un deleite sin igual. Quería gozar de mis hallazgos egoístamente, sin participar a nadie, por el momento, cada uno de los aspectos de su vida que, poco a poco, irían creando su personalidad.
Atravesé la Alameda, en busca de la calle Nataniel. Pensaba en el medio de presentarme a la dueña de la casa de huéspedes, una señora algo enterá, según la expresión del conserje. Como un pariente era peligroso. No sabía de la vida de Valdés casi nada. Tal vez como un compañero de oficina. Una mujerota sucia me abrió la mampara.
-Don Juan se murió pa'l sure -me notició.
Tenía un hombro en la hoja de la puerta, como resguardando la entrada. Le pregunté entonces: -¿Usted no sabe si tiene parientes en Santiago? -No sé na yo-dijo parcamente.
-¿Pero la señora Eustaquia Calderón sabrá algo más? -No sé na si sabe -respondió.
-¿No podría avisarle que yo la necesito? -le dije algo molesto.
Me abrió la puerta entonces. Subí la sucia escalera de una casa santiaguina de fines del siglo pasado. La mujerota fue a avisar a la señora. Sentado en una silla de mimbre muy vieja, que acompañaba a un sofá medio cojo, esperé a la dueña.
La casa enorme, mal distribuida, tenía un aspecto descuidado de pensión poco próspera. Era el medio que, mentalmente, había fijado a mi personaje. Veía a Valdés caminar por el hall. La estera rechinaba a cada uno de sus pasos perezosos.
Su voz cascada pedía agua a la mujerota para afeitarse en la mañana. Esta murmuraba no sé qué desde el fondo de la interminable galería. De improviso, una sensación se detuvo en el vuelo de las que pasaban vertiginosamente por mi cerebro.
"Ya sé por qué Valdés tiene esa tez apergaminada, ese aspecto de hombre del trópico, acoquinado por el frío del sur." Conocí, cuando estudiaba leyes, a muchos chilenos del norte que tenían esa demacración enfermiza, las espaldas curvadas, con algo de indios cansados y tristes.
Oí el rechinar de una puerta y un arrastre de pantuflas que se pegaban a los restos de cera del piso. Una mujer grande, bigotuda, apareció en el ángulo de la galería y me miró con aire de interrogación. Me puse de pie cortésmente y expliqué, saludándola: -Acabo de saber, por la sirvienta, que el señor Valdés ha muerto en el sur.
Deseaba conocer algún pariente o deudo cercano.
Me señaló el asiento con un gesto cansado, casi desfalleciente.
-¿Era usted amigo suyo? -me preguntó.
La voz era fresca, almibarada. Hacía un contraste verdaderamente curioso con la cara bermeja, rayada de innumerables arrugas.
Acordándome de mi idea primitiva, me constituí, sin más, en amigo íntimo de Juan Valdés.
-Sí, señora, compañero de oficina.
Sus ojos grises, sin brillo, me miraron un segundo distraídamente. Sin saber por qué la vida entera de la casa de pensión, con sus comidas sin substancia, sus muebles viejos, su frialdad, pasó por mi cerebro en rápida visión al ver su gesto cansado y flojo.
-Yo creo que Valdés no tenía ningún pariente -cantó la voz zalamera-. Yo nunca le oí hablar de nadie, ni de Illapel ni de aquí. No le conocí ni amigos.
Creí prudente calumniar al Finado Valdés.
-Era hombre de pocos amigos, señora. Mío, más bien un conocido. Jugamos al cacho alguna vez.
-Sí-confirmó ella-. Valdés era un joven muy dejado.
Insinué, entonces, el objeto de mi visita. Mentí, naturalmente: -El señor Varas, nuestro jefe, me dio el encargo de averiguar si Valdés tenía herederos. El mes de agosto se le debe íntegro, pues él salió al sur haciendo uso de feriado.
Se animó un tanto la expresión desfalleciente de la señora al oír estas palabras.
-Parientes no tiene, como le he dicho. A mí me debe -explicó- dos meses de pensión. Y ha de saber usted que soy sola, porque mi marido se fue al norte hace como diez años y no he sabido más de él. Yo creo que el señor Varas debiera indemnizarme. Además, le presté mi maleta y no ha aparecido. Vieja es, señor, pero servía siempre. Se llevó, también, sin decirme nada, una máquina fotográfica que me dejó en prenda un caballero del norte. Valdés no sabía que estaba mala.
-Nada más justo, señora, que se la indemnice. Yo se lo comunicaré al señor Varas, pero entiendo que hay otros acreedores. Desde luego, el mayordomo del Ministerio, a quien le quedó debiendo quince tazas de café, y a la hija... Su cara pasó del bermejo al púrpura. Me interrumpió bruscamente: -Esa china era de lo más alzá, mire, señor. Cuando venía a dejar la ropa de Valdés, tuve que echarla dos veces, porque se demoraba demasiado en contarla en la pieza, mire.
Dio a sus últimas palabras una entonación entre severa y escandalizada, pero cambió repentinamente de tono: -Pero eso es poca cosa, supongo. A mí me debe dos meses de pensión, que suman bien, con los extras, trescientos pesos. No es por representar nada, porque el pobre Valdés, a pesar de su vida desarreglada, tenía muy buena paga, cuando acertaba un placé en las carreras. Iba todos los domingos, como usted ha de saber.
-Sí, señora -confirmé.
Había en sus palabras, en la manera dulzona de pronunciar el nombre de Valdés, una curiosa mezcla de severa superioridad y de enternecimiento maternal. Me asaltó la sospecha de que entre ellos había algo más que una sencilla relación de pensionista a patrona. El arrebato celoso, al oír hablar de la hija del conserje, decíalo muy claro.
Y no fue otra mi intención al preguntarle, en una actitud casi confidencial y amistosa: -¿Y cuál era la pieza de Valdés, señora? Sorprendí en la blanducha rubicundez de la patrona un rebrilleo de zozobra burguesa. Torció el macizo busto, casi desarmando los coligües cruzados del sofá: -Allá, al fondo, tenía una piececita, muy chica, pero con mucha luz. Para un hombre solo...
Supuse que me la ofrecía, ¿Querría, quizá, substituir a Valdés? La idea de que entre el Finado y la dueña había una relación sin afecto, pero de mutua conveniencia sexual, no me cupo duda. Su piel estragada, donde persistía aún la huella del vicio, más que el vicio mismo, aveníase con los hábitos de Valdés, que se aprovechaba de esta pasión senil de la patrona para hacer más fácil el problema actual de su vida.
Me levanté para despedirme. Sus ojos me envolvieron en una caricia cínica. Oí su voz, tinta en pegajosa zalamería: -No se pierda. Venga a verme. ¿Cómo es su gracia, señor? No di mi nombre. Dije el que tenía más cerca de mi memoria. El de Vallet. Y mientras bajaba la escalera, decidí preguntar a mi amigo sobre la maleta vieja y la máquina fotográfica que Valdés llevó al sur.
Ya en la calle, desde la otra acera, miré la gran puerta sin estilo, cuadrada casi en el cuadrado frontis de la casa. Antes del almuerzo, salía Valdés hacia el centro, correcto en su traje de gruesa tela inglesa. Debí toparlo con frecuencia en las calles centrales de Santiago. Lo vi, al amanecer, borracho, abrir la vieja puerta y hundirse en el hueco de la escalera.
Me vino a la memoria el bar de la calle San Diego de que me habló el conserje y hacia allá me encaminé. Crucé por Alonso Ovalle y salí a San Diego. En la segunda cuadra había un bar alemán. Era, por las señas, el que frecuentaba Valdés.
"Zum Rhein" rezaban las letras góticas, en la única ventana, opaca de polvo. El mostrador se alargaba recto hasta perderse en el fondo obscuro del rectángulo del bar. En una estantería desnivelada, la policromía de las etiquetas. Goteaba la cerveza del barril a un extremo como una llave de agua potable. Una pátina brillante, hecha de grasa, de jarabes pegados a la madera, cubría el lustrado mesón.
Me senté junto a una mesilla. Pedí un coñac. No interrogué al mozo ni al gordo alemán que rebanaba salchichones tras el mostrador. ¿Para qué? Como en todas partes, el Finado Valdés tendría allí una deuda. La vida monótona de este hombrecillo descolorido se desenrollaba ante mí como una película. Penetraba sus costumbres, sus predilecciones, sus vicios mediocres. Algo de espectral había en su existir anónimo, sin dejar más rastros que la sensación de su flacura y la materialidad de sus gestos. Un deslizamiento sordo y casi imperceptible de corriente subterránea.
Frente a su mesa de trabajo copió las mismas notas y en este bar alemán bebió todas las tardes su cerveza. La vida pasaba frente a él cambiante y fugaz, y él subsistía, sin embargo, inmutable. Había una fuerza en esta monotonía. Los jefes mismos lo aceptaron sin protesta, como se acepta algo que no se puede remediar.
El hábito lo había impuesto, haciéndolo parte integrante de aquella oficina del Ministerio. Ni una idea, ni un impulso. No despertaba ni antipatía ni simpatía. Ni buenos ni malos para él, jefes y compañeros. Sus amistades no existían. Apenas era un hombre. Más bien una ecuación económica que representaba estrictamente el producto de sus sueldos y no tenía más contacto espiritual que sus relaciones con el acreedor de todos los días: la patrona, el conserje, el sastre, la lavandera, el hombre del bar y, en menor escala, el suplementario y la cortera encontrada al azar en el ángulo de sombra de una esquina o la faz adusta del jefe de sección si la mano temblona, después de una borrachera, atropellaba las letras de la Underwood ministerial.
Y sin embargo...
Muy poco esfuerzo me cuesta imaginarme esa mañana de agosto y dentro de su dombo de luz helada a Valdés, llegando a la estación con la vieja maleta de doña Eustaquia y la Kodak en bandolera. Verlo apresurado buscar el carro especial que el Gobierno agregó al expreso del sur para que la Comisión Arbitral llegase cómodamente a su destino, es tarea más fácil aún.
Vallet, única referencia, para mí, de la historia de Valdés, me ha contado que, en un principio, ni él ni nadie lo advirtieron. ¿Quién iba a tomarlo en cuenta, si él mismo trataba de no ser visto, de no despertar sospechas, como si cometiese una mala acción? Escondió la vieja maleta de la señora Eustaquia en el más olvidado rincón del carro. En medio de la montaña de maletines de cuero reluciente de los diputados, debió desentonar la vieja maleta de la casa de pensión y él la encajó a puntapiés en un ángulo que las otras dejaron.
Eran cuatro los parlamentarios. Dos de ellos ejercitadas máquinas verbales. No podían desmentir su origen chileno: gruesos, panzudos, de pómulos salientes y frentes pequeñas, bajo la pelambre negra y tiesa. Cada uno ostentaba un macizo pescuezo obscuro. Los otros dos, hombres de buen sentido. Su papel era escuchar.
Artesano el uno; el otro ingeniero. Un obrero y un profesional, pueblo y clase alta; sin embargo, no se diferenciaban mucho. Parecían aspectos distintos de una misma raza. En el traje estribaba su divergencia más visible. El uno, muy bien cortado; el otro, de líneas torpes y caídas. Hablaban sólo cuando los otros dos, agotada su facundia, los interrogaban sobre algún punto técnico o reglamentario, y estos datos económicos y sociales, asimilados entre bocado y bocado, a la carrera, iban a rozar, dentro de poco, las pálidas cabezas de los mineros con la mentira de un bálsamo reparador.
Esta fraseología generosa la recogió Valdés con arrobada sorpresa desde su rincón, en el coche dormitorio. Oía, por primera vez, de cerca, a estos hombres a quienes consideraba todopoderosos, dispensadores de ciencia y de prebendas.
Vallet ha recordado, después, la sonrisa mellada, beatífica que partía la cara de Valdés como un torcido desgarrón. Al calor del vino blanco, traído desde los comedores de la Cámara y como un anticipo de su campaña social, los diputados de rasgos mapuches rebasábanse en cálidas frases de redención.
Su individualidad se manifestó inopinadamente ante un apóstrofe enérgico de Maldonado Silva, el León del Carbón, como lo llamaban en las minas. Sus cabellos se erizaron, en manojos ásperos. Su puño grueso, de engordecidos dedos, amenazó el techo decorado del vagón, al mismo tiempo que la garganta afónica de Valdés emitió un sordo ¡bravo! Este arranque marcó el comienzo de su transformación psicológica. Colgó la máquina fotográfica, que aún llevaba en bandolera, de la percha más cercana, y junto con ella, su actitud humildosa.
Maldonado Silva, desde entonces, al ensayar en la conversación apóstrofes y actitudes, como un cantante vocalizaciones preparatorias, buscaba con los ojos la aprobación de Valdés. Representó un pueblo ad hoc, un auditorio ingenuo, propenso al aplauso, aunque se le dijesen las palabras más huecas si las llenaba una voz enérgica y las subrayaba un gesto convencido.
Más tarde, en las minas, se buscó su cooperación, y tengo la seguridad (hablo por datos de Vallet) de que si hubiera sobrevivido a este episodio de su existencia, su situación en el Ministerio y en la vida habría cambiado, pero la violenta reacción que experimentó ante el nuevo ambiente donde le tocó actuar fue su perdición. No sé si por taras hereditarias o porque su físico endeble no pudo resistir la movilidad de esta vida nueva, el hecho es que ardió su espíritu como un puñado de aristas en las llamas y como un puñado de aristas se extinguió igualmente.
Él fue quien rompió el hielo entre la Comisión Arbitral y los obreros revoltosos; él quien los tranquilizó convenciéndolos de que debían aceptar las proposiciones de la Compañía. Anónima trascendencia, que los periodistas atribuyeron al León del Carbón y a su influjo sobre los mineros en huelga.
Valdés actuó con la inconsciencia de la improvisación. Su lema debió ser: aceptarlo todo y prometerlo todo. Un producto neto de la moral de esos tiempos, pero su capacidad de goce se despertó demasiado tarde. Carta arrojada a la suerte, que definitivamente ganó la partida. Hizo y cosechó en quince días lo que los demás, casi todos, incluso los parlamentarios verbales, hicieron y seguían haciendo durante toda la vida.
En la mirada toruna de Maldonado Silva, en el gesto de zorro de Pedro Sáez, el compañero, o en las sonrisas asequibles de los hombres equidistantes, se insinuaba, sin formularse, la lógica pregunta: ¿quién era este hombrecillo que de la nada venía a voltejear en la órbita cómoda de sus vidas? En la velada, después de engullir los pollos y el vino con que el Estado regaloneaba a sus servidores, Valdés se manifestó un hábil jugador de póquer. Con un pucho de trigo regular en la boca, terminó por dirigir el juego y la Comisión se acostumbró a su presencia en la familiaridad del coche dormitorio. Sólo Maldonado Silva mirábalo aún con prevención, cuando Valdés, en los accidentes del juego, cogía el paquete de cigarrillos del León, encendíalo voluptuosamente y arrojaba, por encima de las cabezas, espesas bocanadas. Movíase como en su medio propio. Diez años en el Ministerio lo habían preparado teóricamente para surgir en esta forma, y habría surgido si el azar....
En Concepción nos esperaba ya el tren especial que la Compañía de Lota puso a nuestra disposición.
(Transcribo la narración de Vallet sin grandes variaciones.) Paseamos por la plaza. Correligionarios, abogados y profesores nos invitaron a un aperitivo al Club de Concepción. Lo retribuimos con un almuerzo en uno de los hoteles de la ciudad.
Valdés actuó entre estos políticos profesionales y aquellos aspirantes a políticos con admirable aplomo. Incansable, con dos rosetas en las mejillas acribilladas de pústulas secas, verboso, estaba casi impertinente. Emitía opiniones sobre todas las materias. No sé dónde se habría documentado. Tal vez en el bar alemán. Algún borracho inteligente debió instruirlo, con esa clarividencia del alcohólico que, en la embriaguez, halla argumentos, dormidos en las horas muertas de la abstinencia.
Narró cuentecillos verdes que los diputados celebraron con chabacana complacencia. Sólo en un instante estuvo indiscreto. Debió beber muchos whisky- sours. Al terminar la comida levantó su copa, con un gesto imitado de su ídolo reciente. El gesto, pero no la retórica encendida del León del Carbón.
-Porque el Estado apruebe la dieta parlamentaria y no quite el buffet de la Cámara.
Se produjo el silencio, pero bastó un movimiento de Maldonado Silva para que Valdés obedeciese como un perrillo medroso. Se había puesto al amparo del diputado socialista desde aquel ¡bravo! entusiasta del coche dormitorio y antes quizá, al encasillarse como socialista en el Ministerio, en su anhelo de viajar por el sur.
Ese mismo día, en el hall del hotel, actuó como fotógrafo. Detuvo al grupo de diputados y correligionarios que, con sus maletas, iban a la estación después de almuerzo. Se alabó su técnica, su buen gusto para disponer el grupo.
-Caballero-dijo a un joven profesor del liceo-, no le tape la figura al León.
Y Maldonado Silva, halagado por esta deferencia, enderezaba sobre su greñuda cabeza de mestizo el sombrero alón, símbolo de su romanticismo democrático.
Horas más tarde, al acercarse el tren a la costa, la Comisión tuvo motivo de justo regocijo al manifestar Valdés su admiración ingenua por el mar. Mansamente, cada envión de la marea abrazaba las rocas negras con un cinturón de frágiles espumas.
Recibió algunas bromas, pero tuvo un gesto digno, resignado, que no provocó réplicas.
-No he tenido tiempo de divertirme, porque desde niño he trabajado para ganarme el pan. Hasta mozo de un club fui en La Serena, cuando murió mi madre.
Y diciendo estas palabras, miraba a Maldonado Silva en forma interrogativa. Su mirada estaba preñada de peticiones. Maldonado, pasando sus dedos regordetes y rojos por la línea leve de su bigote, se dirigió a su colega.
-Ya es tiempo, querido colega, de que coloquemos algunos socialistas en los puestos públicos.
-Lo creo muy justo -consintió el diputado radical.
Y entre palabras corteses, envueltas en la melodía de un timbre baritonal o atenorado, según hablasen Maldonado o Sáez, cuneábase el porvenir de Valdés.
Casi tuvo un síncope al pensar en sus sueldos futuros. Así me lo confesó esa misma tarde en Coronel. Un vaho opaco hizo más obscuras las cicatrices hereditarias, y los ojos, disueltos en una agua amarillenta, se llenaron de luces sombrías. Los pelos lacios, por encima de las orejas de puntiagudo pabellón, fueron alisados con negligencia.
El tren se acercaba a Coronel. No era aún de noche, pero lo parecía ese interminable crepúsculo invernal, de una fría inmovilidad. A través de calles llenas de barro, recortadas por los filos de las esquinas, blanqueaba el agua muerta de la bahía. Ni un buque fondeado. Sólo una chata carbonera, de mástiles desmochados, recortaba su borrón negro en el cielo descolorido. Todo, los muelles bajos, con el arañazo de sus enormes grúas, las casas chatas de los obreros y el pontón fondeado, tenían un tinte de negra suciedad, algo de pique surgiendo de la sombra con el polvillo del carbón constantemente suspendido en el aire.
No sentimos gran movimiento en la estación cuando el convoy se detuvo, pero una fuerza callada presentíase en los andenes, un runrún vago que fue, poco a poco, convirtiéndose en el murmullo impaciente de una muchedumbre apretada en un sitio estrecho. Un racimo de cabezas sucias se apelotonó en la ventanilla del vagón.
El ingeniero la bajó con un gesto medroso. Sentíamos, ahora, más cerca, esta respiración entrecortada, como si rodease al tren. Agudos, estallaron llantos de chiquillos apretujados.
-¡Viva el León del Carbón! ¡Viva el diputado del pueblo! Como un madero náufrago oscilaba entre el borbotón obscuro de cabezas el romántico fieltro de Maldonado Silva, pero éste, repartiendo sonrisas y apretones de manos, apartaba los harapos y se encaminabas seguro, hacia un auto, cuyos focos clareaban el suelo negro con dos fajas de intensa luz.
Y el resplandor de las ampolletas que agujerearon repentinamente aquella sombra negra, densificada por los cerros próximos, cuajados de pinos y eucaliptos, iluminaba el sórdido tumulto de cabezas toscas y demacradas. En los perfiles desplomados, incoloros, cuajábase una sorpresa indecisa. Sentíanse defraudados, seguramente, al ver que su ídolo, en lugar de ir con ellos hacia la población obrera, subía en el barnizado automóvil y se marchaba a las casas de la Administración, cuyas ventanas, iluminadas como las de un transatlántico, hablaban de fiesta, de manjares que ellos nunca probarían. Se inclinaron, sin embargo, sobre los vidrios, en espera de una palabra consoladora, de una sonrisa que cada uno interpretaría favorablemente. Y Maldonado Silva sonreía con la sonrisa mecánica de una bailarina. Esto no le costaba nada: era simplemente una mueca de la comisura izquierda que hacía temblar el extremo del bigotillo.
-Hablaremos mañana -prometió a las caras ávidas y estrechó las manos negras, estropeadas, que se metían en el interior del auto.
Era, por lo demás, una muchedumbre vencida, sin alma. Sus rojos estandartes no podrían ver ya la luz del sol. Empolvábanse en el interior de sus clubes. Una muralla de carabinas, fregoteadas por manos enérgicas, radiantes sus aceros a la luz de las ampolletas, impediría todo movimiento, ahogaría en germen todo arrebato subversivo.
El auto deshizo como una niebla la masa de harapos espectrales. Ascendió una colina y corrió velozmente por una meseta pavimentada, entre muros de enlutados eucaliptos. La ciudad surgió en el fondo del valle, acribillada de luces: tal un gigantesco velorio. La niebla del mar las envolvió a los pocos segundos en su mortaja gris que, a ratos, las apagaba por completo o las hacía brillar otras veces con mortecino fulgor.
Al día siguiente, los obreros, desocupados hacía dos meses, esperaban pacientemente que el León se dignase conferenciar con ellos. Le pagaban para que los defendiese y creían tener derecho a ser oídos. En grupos, apoyados en las paredes de la casa de la Administración o sentados en el filo de las aceras, conversaban pacíficamente.
En este instante la personalidad de Valdés se precisó con rasgos más firmes. Fue el primero que se levantó ese día. De cómo se apodero de la confianza de los mineros, nadie pudo explicárselo.
Yo lo vi (habla Vallet) sentado en el borde de la acera, con el terciado correaje de su máquina, conversar con un grupo de obreros. Poco a poco, todos lo fueron rodeando: viejos, mujeres, mozos, niños demacrados y tristes. Veía desde la ventana (empezaba a vestirme en ese instante) su cara afilada y su boca prematuramente envejecida, que peroraba con verbosa abundancia. Movíanse sus brazos largos, y las caras muertas que lo oían cobraban vida un segundo, tomaban actitudes de convencido asentimiento.
¿Qué argumentos movió para convencerlos en tal forma? Nunca lo averiguamos, pero en los tres días que permaneció en Coronel, Valdés se disgregó de la Comisión y sirvió, más que las conferencias y los discursos, para que patrones y obreros se entendiesen definitivamente. Se decía que los acompañaba a las numerosas cantinas diseminadas en los barrios populares, se emborrachaba con ellos y dormía, cada noche, en una casa distinta de la población obrera de los cerros.
Lo vi pasar, al segundo día, con una muchacha de ademanes desenvueltos. Un prodigioso peinado, en cuya obscura trabazón clavábase una peineta semiespañola, remataba una cabeza de aquilino perfil. Valdés aferraba con los brazos alargados las asas de una batea llena de ropa recién lavada. No hizo caso de nosotros. Ni siquiera nos miró.
Sáez, espíritu burlón, se chanceó de Maldonado Silva. Díjole entre otras cosas que su popularidad estaba en serio peligro. Y el León se torció las guías de su bigotillo con real inquietud por su nombradía en las minas. Entrevió en Valdés a un rival futuro. No conocía su pasado, como todos nosotros, y lo juzgaba sólo por el presente. Una vigorosa palpitación hinchaba a cada instante la trama churrigueresca de su chaleco tejido.
Cuando llegamos a la estación, para continuar a las minas de Lota, todos creyeron que Valdés se quedaba en Coronel; pero, a última hora, llegó al andén seguido por un numeroso grupo de obreros. Subió al vagón y saludó a los diputados con la afectuosa camaradería de siempre. No advirtió la actitud agresiva de todos, especialmente de Maldonado Silva. Bajó de nuevo al andén a un llamado de fuera.
Abrazaba a unos; a otros les alargaba la mano o los despedía con un gran gesto familiar y prometedor. Me acerqué a la ventanilla a observar la escena y vi a la muchacha del prodigioso peinado, grave bajo su peinetón el rostro aguileño, en la primera fila de mineros. La mano derecha agitaba un pañuelito rojo con un ademán cansado, mientras la mano izquierda cubría la congoja de su boca sensual. Nos mirábamos perplejos.
Maldonado Silva murmuró al oído de Sáez frunciendo el ceño: -Este hombre puede dificultar nuestra labor.
Y Sáez le respondió, con tono sentencioso: -Nada hay más pernicioso que los arribistas.
Pero la perplejidad no duró mucho. La muchedumbre prorrumpió, de pronto, en un viva enérgico, lleno de convicción, a Maldonado Silva. Este carraspeó, pellizcándose el bigote. El gesto ocultó la satisfacción de su sonrisa. Se asomó, entonces, a la plataforma y en los acordes de su voz revolotearon una vez más vocablos sonoros e inflamadas ideas.
En el instante de arrancar el tren, Valdés enfocó por última vez su máquina. La muchedumbre, en un colectivo gesto de coquetería, se inmovilizó para salir mejor.
Un hombre negro, cuya chaqueta harapienta dejaba el cuello y los brazos enteramente desnudos, en tal forma la había reducido el uso, gritó confianzudamente: -Entréguele una copia al Tritre en Lebú, compañero Valdés. No se olvide. Ahí le digo en la carta.
Respondía solícita la voz cascada del Finado: -No me olvido, compañero Aceituno. No me olvido.
Y ya instalado en su asiento, ante el silencio complaciente de todos, dio noticias sobre la vida de los mineros. Criticó con aspereza la actitud de los periodistas que, sin conocer el problema carbonero, dictaminaban desde Santiago sobre las huelgas y condenaban a estos hombres, esclavizados para siempre en la negrura de los socavones. Un inexplicable destino los ataba a su suerte, les impedía buscar otro medio de vida y los impulsaba a desafiar todos los peligros de la conquista del carbón, incluso el grisú, alma vagabunda de la mina que guardaba en su resplandor fugaz el enigma de las viejas edades de la tierra. La piqueta del minero venía a despertarla de su letargo y, entonces, recelosa, irritada, perseguía al hombre aterrorizado, pulverizándolo en el abrazo de sus tentáculos o fundiéndose, acobardada, en la tiniebla de las galerías, si alguien, más audaz, le hacía frente.
Habló, luego, de estos hombres de quebrados riñones, a fuerza de doblarse sobre los agujeros abiertos por la dinamita, en busca del fugitivo reguero de la veta que subía, a veces, a la superficie o descendía, otras, hacia el seno de la tierra.
-Por eso los llaman los cholloncaos, que es lo mismo que decir mineros-afirmó, complacido de sus palabras.
Nombró, después, familiarmente a sus amigos: el Palmatoria y el Rascañán, que habían sido apaleados sin consideración en la última huelga, y al Cuchas, un obrero de Lota, que tuvo la audacia de echar un cartucho de dinamita en la guerrera de un teniente de Carabineros, durante una manifestación, y a quien salvó el grito de alarma de una señora.
No podía negarse que sus observaciones nos traían la trágica visión de la vida de los mineros.
Y en Lota y en Curanilahue se repitió dos veces esta inteligencia curiosa entre Valdés y los mineros. ¿Cómo era posible, si Valdés era un burócrata egoísta que nunca había tenido relación con obreros y gente de la clase baja? ¿Era, tal vez, el altruismo sin afabilidad del dipsomaníaco, del borracho, ante el compañero que la suerte le trajo inopinadamente? Tres días después volvimos a Coronel. Maldonado Silva, desde el principio del viaje, tuvo deseos de navegar en un buque de guerra. Lo consideraba una lógica compensación de su investidura parlamentaria.
Se telegrafió a Talcahuano, pidiendo un barco que nos trasladase a Lebú.
Justificóse la demanda alegando que los caminos de la cordillera de la Costa estaban intransitables a causa de las últimas lluvias. Valdés dio, también, datos exactos, como si conociese a fondo la región. ¿Para qué molestarse en incómodos carruajes o a lomo de caballo, si en Talcahuano había destroyers y cruceros y los servidores del pueblo tenían perfecto derecho para utilizarlos? Valdés no cabía en sí de gozo. Volvimos a verlo con la muchacha del peinetón semiespañol. Tuvimos esta vez más detalles sobre ella. Era viuda de un minero, muerto en la huelga, y la llamaban, por la complicación de sus vestidos domingueros, la Siete Vuelos. Valdés se perdió, otra vez, en el seno de la población obrera, y no vimos su cara demacrada sino cuando un buquecito cuyas planchas de hierro estaban a medio pintar, fondeó en Coronel una mañana. No mandaba el Apostadero un destroyer o un crucero como cada uno de nosotros se imaginó, sino una escampavía en reparación, vieja veterana de los mares del sur. El teniente un hombrecito muy flaco, se puso parcamente a las órdenes de la Comisión. Había ya entre las fuerzas armadas y los políticos profesionales, regalones del Fisco, un comienzo de tirantez.
Ya en el barco, Valdés se alejó de los diputados y no distinguió con las impertinencias de su segunda personalidad al joven teniente, como suponíamos.
Los dos o tres marineros que había a bordo, y el piloto Pedro Barrientos, fueron sus amigos durante las pocas horas del viaje.
Avistamos Lebú al amanecer. Desembarcamos a las diez de la mañana, y, después de un copioso almuerzo en el hotel, nos dirigimos a las minas, cuyos piques agujereaban los cerros obscuros. Denso hálito de neblina arrojaba el mar sobre los barrancos y cerros de la costa, negros de pinares. Nieblas de agosto, móviles y cortantes como puñales mineros.
Atravesamos la población obrera, diseminada en la falda de los cerros, al abrigo del viento; sin embargo, las barracas de los mineros, de muros toscamente ensamblados, eran aún peores que en Coronel, Lota y Curanilahue. Cuadrados desnudos las ventanas, donde no había ni la nota roja del cardenal criollo. Viejas harapientas retiraban de los marcos de las ventanas los harapos mojados por la niebla marítima. Una muchedumbre silenciosa, el cansancio en los rostros obscuros, nos esperaba en el camino. Sin vivas, hombres y mujeres se nos reunían, incorporándose al grupo que nos acompañaba desde el puerto.
Observé en Valdés, que iba junto a Maldonado Silva, un extraño abatimiento.
Había enflaquecido más aún si cabe. Lo vi apartarse, un instante, de su protector al requerimiento de un minero viejo y unirse con él a los otros obreros en el camino.
Debían tener noticias ya los mineros de Lebú de este camarada de Santiago que se acercaba a ellos, y con sus chirigotas y sus palmoteos prendía esperanzas en sus almas obscuras, como alumbra un segundo la lamparilla minera el sueño negro de piques y chiflones.
Por primera vez me fue dado conocer la fe ingenua de los mineros. Creían que la Comisión, mandada por Alessandri, venía a entregarles las minas, abiertas con el esfuerzo de sus brazos entre la humareda mefítica de los tiros o arrastradas con el empuje de su pecho en el filo de hierro de las vagonetas, donde la piedra luce con fríos resplandores.
Los diputados, a quienes acompañó un ingeniero inglés, no manifestaron deseos vehementes de bajar a los piques y recorrer los obscuros laboreos. Maldonado Silva, rojo por el frío, torcióse su bigotillo según el gesto habitual, cuando Valdés se desprendió de la masa de los obreros y dijo al inglés con decisión: -¡Yo sí que bajo! ¡Nunca he visto una mina! ¡Quiero conocer por mis ojos el trabajo de nuestros mineros! Su actitud teatral iba a provocar una violenta disputa a los mineros. Maldonado Silva no titubeó.
-¡Era mi deseo, Valdés! -dijo con energía, a pesar de que sus ojos se encendieron de cólera.
Y el primero avanzó hacia las oficinas donde nos colocamos los overalls sobre los abrigos, a pesar de la advertencia del ingeniero de que en el interior había una temperatura de 60°. Sáez se unió a nosotros de mala gana.
Penetramos en la jaula, donde en los días ordinarios subían los carritos carboneros, y medio doblados en el estrecho cajón, entre áspero choque de cadenas y de hierro desplazados, nos hundimos vertiginosamente en aquel tubo de trescientos metros, rectos al corazón de la tierra.
Al bajar a la primera galería, una bocanada tibia nos rozó las caras con aterciopelada insidia. Era una tibieza malsana, sin aire cuajada de emanaciones, como si la tierra enferma respirase por el largo socavón. Los ventiladores, desde afuera, daban la impresión de apagar esa fiebre que destilaban las arterias de la mina.
Sucios gangochos, ennegrecidos por el polvo del carbón, movíanse con vida extraña en esta onda que traía hacia la lobreguez de los socavones algo del aire de los campos. Restos de arpilleras destramadas y sucias que tapan la entrada de un pique e impiden al tumultoso río de aire su entrada en él.
Muévelas, al paso, con grávido aleteo y sigue, huracanado hacia todos los rincones de la mina.
Esta pesada ondulación de trapos abandonados era el único movimiento en el seno de las negras galerías. Al acercarse alguna lamparilla a la roca, veíamos los agujeros hoscos, semejantes a cuevas de gigantescos roedores. Evocábase el trasero parchado del minero con medio cuerpo dentro de ella. Las aristas grises, rayadas de rojo, amenazaban nuestras cabezas con sus puntas dentadas a cada lampo de luz y al apoyarme, para capear un charco, en la roca, mostrábase la charolada brillazón de las turbas y lignitos Apenas dejábamos de hablar, sonaba la corriente de aire artificial con un gemido dulce, acongojado, con algo de queja y de silbo lejano.
Ascendimos, al principio, como si nos dirigiésemos a la cima de una montaña. La lenta presión de la roca quebró los pies derechos de los enmaderados que la cubrían. A veces, cegábase bruscamente la galería en un ángulo de pedruscos opacos.
Bajábamos, en otras ocasiones, en rápido desnivel, resbalando en los partidos guijarros como si fuésemos a un abismo sin término.
Un instante permanecí aislado en la sombra, pero me acompañaba la luz rojiza del farol minero, iluminando mis manos diciéndome que existía en el socavón. La lamparilla del ingeniero que explicaba a Maldonado Silva y a Sáez el laboreo de la mina acababa de fundirse en la obscuridad. Avancé con rapidez para reunirme a ellos. Vi moverse la luz a la distancia con un voltejear alocado de luciérnaga. El brazo del inglés, sin duda, la agitaba para mostrar a sus acompañantes la sinuosa marcha del filón en los intersticios del granito. A ratos, advertía su blanco traje de brin; luego este blancor fugaz se perdió en la sombra espesa, que las rocas solidificaban aún más. Al llegar al grupo de diputados y obreros que rodeaban al ingeniero, no vi a Valdés. Se lo hice notar a Maldonado Silva.
-¡Venía con los mineros! -me dijo.
-Entiendo que todos están aquí-dije en voz alta.
-Hace mucho rato que se quedó atrás. Yo creía que venía con usted-notició un muchachón.
Hubo un instante de silencio.
-¿No le habrá pasado algo? -insistí yo.
Maldonado, molesto, me dijo: -¡Grítele usted, para que se acerque! Este mozo abusa verdaderamente.
Lo llamé con energía una y otra vez: -¡Valdées! ¡Valdées! La voz se fue perdiendo con ecos entrecortados por los socavones hasta perderse en una lejana vibración. Nadie contestó.
Resolvimos desandar el camino, guiados por un minero. Avanzamos algunos metros, doblamos a la izquierda, luego a la derecha. Subimos. Bajamos. A la entrada de un chiflón una luz horadaba la obscuridad. Era la lamparilla de Valdés.
Su espalda se apoyaba en la roca. Quejábase dulcemente, con un gemido de niño enfermo.
-¿Qué fue, Valdés? -le preguntó Maldonado Silva, acercando la luz a su rostro.
Su aspecto era lamentable. La violenta luz hacia destacarse las cicatrices, hinchadas con la sangre de la congestión reciente.
-Una fatiga-balbuceó-. El calor...
Intentó levantarse, afirmando la espalda en la roca, pero volvió a resbalar inerte a lo largo del muro. Acudimos a sostenerlo. Lo llevamos en vilo, sujeto por los brazos, extraordinariamente descarnados, a través de galerías y socavones. El minero iba adelante. Nos acompañó el jadeo angustioso de su pecho durante toda la caminata. ¡Con qué placer esperaba yo la mancha clara del día en la boca del socavón! Reinaba el silencio en la mina. Y en este silencio rozó mis oídos, como un ala de ensueño, el suave murmurar de una oculta corriente de agua. Traía en su cantinela el brillo de los follajes barnizados de sol, de los pájaros inquietos. Era, como yo, un hijo del aire, extraviado en el negror de la mina, que corría apresurado hacia el sol, hacia la vida.
Al salir de la galería principal, ante la luz de las numerosas ampolletas y focos que la iluminaban, apareció horrendo el aspecto del Finado Valdés. Era casi un cadáver. Le metimos en la jaula de hierro. Subimos entre rechinantes traqueteos. El aire puro nos besó ávidamente en la boca. Continuaba el desfile de nieblas por los cerros. Los ojos de Valdés se cerraron suavemente, sin lucha ya. Un escalofrío hacía castañetear sus dientes carcomidos, arriscando los labios pálidos. Su cabeza doblábase sin fuerza.
Un grupo de obreros lo rodeó apenas lo sentamos en un sofá de la oficina. El hecho se comentaba animadamente. Compadecíanse las mujeres.
-¡Pobrecito! ¡Pobrecito! -repetían una y otra vez.
-¡Cualquiera no puede bajar a ese purgatorio! -sentenció un viejo.
Y creí adivinar por sus gestos, y por los fragmentos de palabras oídos al pasar, que el desmayo de Valdés iba a constituir el más poderoso argumento para justificar sus peticiones.
Una mujer colocó delicadamente su rebozo sobre los hombros del enfermo. Los obreros casi nos lo arrebataron a Maldonado Silva y a mí. Lo llevaron en volandas.
Avanzaron rápidamente por la greda líquida del camino. Cruzábanse innumerables huellas en la película de barro formada por la garúa. Nosotros seguimos detrás. No esperamos a Sáez ni al ingeniero.
Un viejo flaco, de largas barbas blancas, marchaba adelante como señalando el camino. Movíase y accionaba con una agilidad juvenil. Se detuvo frente a una barraca, al borde del camino. En el umbral apareció una vieja que abrió la puerta de par en par. En un catre de fierro, donde dormía un chiquitín, fue tendido Valdés.
Se asfixiaba. El pecho se hundía como un fuelle para aspirar el aire y arrojarlo luego con angustiosa dificultad. Las mejillas se habían hundido aún más, afilando los pómulos. Rebordes que daban la impresión de agujerear la piel estropeada. No me cupo la menor duda de que se moría. Estuve al principio junto a su cabecera, pero me fueron desplazando poco a poco hombres y mujeres. El compañero Valdés les pertenecía. Cada uno le ponía un remedio. Alguien encendió carbón en la pequeña chimenea, y el agua comenzó a cantar en la tetera, con un gorjeo atenuado y sedante. Y solo, me apoyé en la ventana que daba al camino. Terminó por aburrirme ese continuo cambio de caras y el bisbiseo de las viejas. Miré al campo.
Sobre unos matorrales surgió el vuelo negro de unos tordos. Entre los desgarrones de la niebla, algo enrarecida, se precisaban crudamente las chimeneas de las fábricas y los ángulos agudos de las casas mineras. Volvi la cabeza y me sonrió, desde un rincón un gran retrato de Alessandri, de expresión juvenil, casi cubierto el pecho por una enorme banda presidencial. La fe ingenua del minero lo veneraba como a un salvador. En el marco de la puerta del fondo, cubierto de telarañas, colgaba un velero en miniatura, negro de cordeles. Alguien debió haber sido marino en esa casa: el padre, el abuelo o el hijo. Pensé en el viejo de barbas blancas, pero no insistí. Ni en ninguno más. Todos me parecieron iguales.
Uniformados por la anemia, degenerados por el alcohol. Con un aspecto triste de perros perseguidos.
De pronto llegó el médico. Maldonado Silva había enviado un obrero a Lebú, apenas salimos de la bocamina. Era un joven pulcramente vestido, frío, aún más frío si se advertían los lentes espejeantes que le ocultaban la mirada. Examinó despaciosamente a Valdés, y luego dijo, con voz quejumbrosa, como si pidiese un favor: -Hay que hospitalizarlo. Se le ha declarado un edema pulmonar.
-¿Es grave? -pregunté yo.
Advertí una mueca en su cara impasible. Movió con gesto vago unos dedos largos, muy blancos, muy cuidados, pero no dijo nada.
No sé cómo improvisó un guando, un guando mapuche, de olorosas ramas de arrayán, y Valdés, agonizante, fue llevado al hospital de Lebú en los hombros de cuatro obreros.
*** En la noche, mientras comíamos, un obrero vino a avisarnos que nuestro amigo estaba muy mal. Maldonado Silva no pudo reprimir un gesto de desagrado. Vi claro lo que pasaba en ese instante por su cerebro. Ante los obreros no podía manifestarse como era: egoísta, frío, un fichero de frases sacadas de discursos y libros de propaganda socialista. Lo arrancaban al grato reposo de una sobremesa, al calor del benedictino o del cazalla, pero había que sacrificarse. ¿Cómo justificar de otro modo la subvención que los obreros le pagaban puntualmente? Se levantó para acudir al lecho de muerte de Valdés. Y con él, todos los demás.
En el momento de salir a la calle oí que Sáez le susurró confidencialmente: -¡Es ocurrencia morirse cuando uno viene a pasear! No oí lo que Maldonado Silva le contestó. Atravesamos la obscura ciudad. Era el aire, sin niebla, el que cortaba, ahora, como puñal minero.
Abierta la boca, el Finado Valdés agonizaba. Agonía tranquila sin ruido, nada más que una respiración dificultosa. Era la agonía del primer Valdés, del Valdés burócrata, no del Valdés socialista y enamorado. Ni nos dimos cuenta cuando expiró. Dejó el aire de pasar por su garganta simplemente. El movimiento histérico de la mandíbula se detuvo. Largo rato persistió en la amplia sala del hospital el ruido cascado de su estertor. Su paladar rojeaba abierto, con el extraño gesto del que va a emitir un agudo.
El viejo de barbas blancas, con nerviosa precipitación, se apoderó de Valdés como al salir de la mina. Hábilmente, cogiéndolo de la barbilla, encajó la mandíbula en sus goznes Una muchacha, quizá la misma del rebozo, cerró piadosamente sus ojos. Debía tener práctica en estos menesteres, porque se adelantó sin que nadie se lo ordenase.
Como algo ya determinado en la vida de la mina.
Luego, los obreros fueron juntándose en torno al lecho. Cuchicheaban entre sí con animación, como en la barraca del camino. El viejo de las barbas blancas era siempre el jefe de ceremonias. Un impulso colectivo había adoptado a Valdés sin más averiguaciones. Era un impulso. No cabía otra explicación. Su muerte, en medio de la vida minera, junto a ellos mismos, les parecía un presagio favorable.
El más poderoso argumento de la justicia de su causa; luego, Valdés, con su camaradería campechana, con su palabrería sin consistencia, los embriagó de esperanza. Era, para ellos, Maldonado Silva sin la gravedad de su cargo y sin su gesto protector de apóstol. Con frecuencia le oí a Valdés repetir una frase del León del Carbón en una huelga de Talcahuano: "Nos uniremos fuertemente de las manos desde Tacna a Punta Arenas, y, avanzando, echaremos al mar a los enemigos del pueblo".
Nunca Valdés debió soñar, ni desde su aldea del norte ni en su oficina ministerial, con este papel que la suerte le reservó en el sur de Chile, entre mineros en huelga.
Y estallaba como un resorte gastado, apenas entraba en acción. Su cara larga, afilada por la asfixia, mostraba los costurones hereditarios con trágica crudeza. Lo vi sonreír, como el día en que con voz humilde y pedigüeña me dijo: -¡Dígale usted que soy correligionario! Miré a Maldonado Silva y estuve a punto de reír al observar el disgusto que se pintaba en su cara redonda. Y reí realmente al notar que era el reverso de la de Valdés, angosta de arriba y exageradamente ancha de la mandíbula. ¿Quizá el frecuente uso de la palabra? No menos agresivo era el silencio de Sáez. Los otros dos diputados, como de costumbre, se encerraban en grave mutismo.
El Finado Valdés, ahora definitivamente finado, nos dificultaba la vuelta a Santiago. Todos debíamos regresar rápidamente. La escampavía nos esperaba, fondeada en Lebú, según la promesa del marino. Y venían el velorio y el entierro y los gastos con que cada uno debía contribuir. Yo leía todas estas cosas en la cara de Maldonado, pero nadie más que yo. Exteriormente, su actitud era del más desinteresado altruismo. Admiré, entonces, su habilidad de burgués, disfrazada de gestos libertarios y palabras de hueca confraternidad.
De él partió la idea de embarcarlo en la escampavía y de llevarlo a Coronel. El compañero Valdés no podía quedar abandonado en el sur. ¿Qué dirían los correligionarios y sus parientes en Santiago y en el norte? Fui encargado por él de hablar con el teniente, y de avisarle la postergación del viaje para el día siguiente en la tarde.
Los obreros se encargaron de Valdés. Y por la causa creían trabajar, amortajando al finado para velarlo en la destartalada sala donde se reunían a deliberar, entre sus rojos estandartes empolvados. Allí lo fui a ver dos horas más tarde. En medio del muro de la sala, sobre la puerta, alumbrada por ampolletas salpicadas de moscas, el imprescindible retrato de Alessandri, con su cara regordeta, estilizada por el dibujante y tocada de bermellón por el litógrafo como la panza de un cacharro de Talagante.
Entregáronse con furia a sus supersticiosas prácticas de velorio. Lo creían algo imprescindible. Quizá una manifestación de protesta, porque los carabineros les prohibieron, después de la última huelga, el uso de sus estandartes rojos en las reuniones públicas, pero todo silencioso, todo en orden. Eran derrotados que esperaban, como náufragos, la ratificación de las concesiones que la Comisión enviada por el Gobierno acababa de asegurarles.
Este altruismo colectivo, frente al cadáver de Valdés, para ellos un desconocido, tuvo un rasgo de conmovedora abnegación.
No encontraron en todo el pueblo un ataúd hecho. Surgió, entonces, de la multitud, un hombre hercúleo, harapiento, de espesa pelambre obscura. Se adelantó hacia el viejo de barbas blancas y le dijo, sencillamente: -¡Yo sé hacer cajones! Era el Tritre, según supe después, el que fue recomendado a Valdés desde Coronel.
Y entonces habló otro, un jovenzuelo pálido, la mirada disuelta en las amarillas córneas: -Yo tengo unas manillas rebuenas-afirmó.
Y cada uno, mujeres, viejos, jóvenes, ofreció tablas de pino y clavos y barniz para el cajón del compañero Valdés.
Noté la dispersión de los obreros esa mañana nublada de agosto hacia la casa del Tritre, en las cercanías de la mina, pero no vi el acarreo de las tablas, manillas y clavos con que contribuyeron , a la fabricación del ataúd del finado.
Al atardecer, llegó el cadáver al muelle. Traían el ataúd en hombros, y lo dejaron en el suelo. Era un cajón extraño, a medio barnizar, como los costados de la escampavía, y con cuatro manillas desiguales, comidas de orín. El piloto Barrientos dirigió la maniobra de trasladarlo en un remolcador fiscal hasta la "Gaviota".
Los obreros hablaban con el marino y le contaban los incidentes de su muerte. En la cara obscura, como petrificada, del piloto, pintóse la conmiseración. Lo recordó con una frase vulgar: -¡Yo lo conocí también! El remolcador alejóse del muelle. La masa obscura de los obreros se fue destiñendo poco a poco. Se perdieron primero las caras: luego todo fue una franja borrosa, casi disuelta en el aire gris.
Y empezó para Valdés muerto la parte más pintoresca de su paso por la tierra, por el mar, diremos mejor. En cualquiera otra circunstancia dormiría en un cementerio de pueblo, a miles de leguas de la provincia de Coquimbo, en vez de viajar en una escampavía y tener un nicho en Santiago. Valdés no tenía ni amigos ni parientes, pero los obreros, desposeídos, vigilados de cerca por los carabineros, manifestaron en esta forma indirecta, tan de acuerdo con su psicología, su callada protesta.
Valdés los personificó en la vida y en su muerte. Fue para ellos como un redentor, caído inesperadamente en su calvario.
El ataúd fue izado a bordo de la escampavía como un minúsculo chinchorro.
Barrientos dirigió la maniobra. El teniente se paseaba en el puente, y, a ratos, miraba con gesto hosco ese ataúd pintarrajeado, en cuya tapa dos espesas pinceladas grises dibujaban una cruz. Le molestaba ese cajón de pobre a bordo del buque.
Media hora después la escampavía soltó amarras y enfiló su proa al horizonte aborrascado. Estuvimos rápidamente en alta mar entre olas grises, pardas nubes inmóviles y pesado revolotear de gaviotas.
Me fui a popa a ver cómo los marineros aseguraban el ataúd a las bitas y gateras.
Pusieron sobre él una carpa para que la espuma de las olas no lo mojase.
La escampavía, sin lastre, con casi todo su casco sucio fuera del agua, tomó un fuerte cabeceo al partir las olas que golpeaban sus flancos con rápidos chasquidos.
El mar era de un gris plateado con redondos anillos de sombra en la falda de los tumbos, menos en el horizonte, donde, enlazado en largas nubes de fuego, sangra a un sol sin rayos. Al hundirse el sol en el mar, el gris se hizo casi negro. En los crespones de la noche aleteó el viento del norte. Cobraron movimiento las nubes del horizonte, extendiéndose por cielo, y las olas despertaron. Silbó el viento en las jarcias y las bodegas vacías de la "Gaviota" recogieron los ruidos del mar como una caja sonora.
Se precipitó la noche negra y húmeda sobre el mar. Indefenso entró el barco en ella.
Sentí voces de mando. Un juramento. Carreras precipitadas por la cubierta.
Marineros que atrincaban botes y maderas de repuesto. Bajé a la pequeña cámara de popa. Maldonado Silva, Sáez y los otros habían empezado una partida de póquer. El teniente, sentado en la cabecera, servía whisky a los diputados. No me vieron. Me senté en un rincón de la cámara y escuché, con medroso asombro, la voz del mar, nueva para mí. Los balances eran cada vez más violentos. Los jugadores mirábanse consternados, pero no hablaban. Las botellas y tazas, guardadas en un pequeño mueble, sonaban con cristalino cliqueteo. Una gran calma vino después. La conversación volvió a enhebrarse. Y bruscamente la visión del coche dormitorio en los comienzos del viaje, con las mismas caras contraídas sobre los naipes, se presentó a mi cerebro. Antes fueron para mí un enigma; hoy leía en ellas como en las letras de un silabario. ¿Qué tenían esos rasgos de ávido, de sensual, de algo equívoco e innoble? Y oí, de pronto, con sobresalto, la propia voz de Valdés, la del Valdés de principios del viaje. Dirigía el juego como entonces y como entonces tomaba los cigarrillos de Maldonado Silva con un gesto de cínica complacencia. Pensé en la máquina fotográfica que usaba a cada instante, como si fuera interminable su stock de películas. Me asaltó, súbitamente, una idea pueril: ¿Dónde estaría, ahora, esa máquina? ¿Habría quedado en la mina la mañana que bajamos a los piques? ¿Y la vieja maleta estropeada que Valdés se colocaba debajo del abrigo, al bajar a los andenes, para que nadie la advirtiese? No la había visto en el equipaje, traído a bordo esta misma tarde.
Y pensé que, no muy lejos, cerca de esta claraboya que temblaba a cada balance como si su armazón fuera a deshacerse, en un ataúd de pino, iba Valdés, cerrados sus ojos tristes y callada para siempre la voz enferma. Volvían los balances a remover el casco casi vacío. Oíanse gritos en cubierta. Eran interminables el crujido de los remaches y el chocar de la cristalería, sujeta en las muescas de la madera. Maldonado Silva, completamente mareado, fue a tenderse en el camarote del teniente. Yo volví a cubierta. Debí sujetarme al pasamano en el instante de salir, porque la escampavia se tumbó de costado y sentí en mi cara el trallazo dei viento, cuajado de agua. Llovía torrencialmente. Las luces del puente de mando iluminaban ese paño negro, rayado por la trama de la lluvia que tamborileaba en la cubierta y en los techos de lona. Veía desplazarse en el puente, siempre en ángulo con los balances, la brillosa espalda del timonel, haciendo girar vertiginosamente las cabillas de la rueda, y al piloto Barrientos en el teléfono de máquinas. Traté de subir hasta el puente. Me había puesto una chaqueta de hule que me prestó el teniente y un sombrero igual. Me sentí bruscamente en el aire, y me agarré con firmeza a la baranda. Como un látigo helado me azotó la lluvia la cara y el pecho.
Me colé en la puerta, entreabierta por un marinero al bajar.
El buque se defendía mal de las olas y del viento. Así lo supe después. Desde luego, no tenía lastre y muchos de sus huinches y cabrestantes estaban en maestranza. Maldonado Silva y Sáez hicieron más tarde graves comentarios por la burla que les había hecho el ayudante mayor del Apostadero al enviarles esta carcasa.
Desde luego, la "Gaviota" no obedecía al timón. Torcíase su proa, y las olas, al menor descuido, penetraban devastadoras por babor o estribor. No repararon en mí los marinos. Nunca me había visto en un temporal, y por esa causa mis sentidos hiperestesiados recogieron todos los detalles de aquella noche, incluso las palabras técnicas que se grabaron en mi memoria como en luminoso relieve -Norte 20 al ueste-decía Barrientos, señalando la velocidad del viento-. Ponte a rumbo.
-Tengo cerrada la caña di'orza. No gobierna el cachucho - respondió el otro rápidamente.
Los telégrafos ordenaron veinte revoluciones más de la máquina. Y a los pocos minutos las olas parecieron alejarse, a pesar de que el balanceo continuaba igual.
Sin el chasquear de los rociones, sintióse la sonora repercusión de las bodegas vacías. El buque no encapilló más agua.
En ese momento reparó Barrientos en mí. Miróme fijamente un instante y me anunció: -Al ataúd de su amigo se le zafaron las manillas y anda suelto por la popa. Acabo de mandar un hombre para que lo atrinque a las bitas.
Comprendí el peligro que el ataúd corría al chocar con las enormes bitas o con los soportes de hierro de los huinches. Podían aflojar sus tornillos, y el espectáculo del finado Valdés, con la burda mortaja de los mineros, sería un incidente grotesco y macabro.
Bajé, sin más, la escalerilla del puente, para seguir a la popa. Resbalaba en las tablas como si estuvieran untadas de jabón. Debí sujetarme a las barandillas, adheridas a la cámara, para no caer. Llegué a la popa, sano y salvo. La luz, filtrada a través de los empavonados vidrios de la claraboya, iluminaba muy bien la estrecha popa, atestada de objetos de fierro y de rollos de cables atrincados. El marinero logró enderezar el ataúd, a pesar de los balances, pasando dos veces el cable por los pies del cajón y por las manillas de la derecha, que aún estaban atornilladas. Yo mismo sujeté el extremo del cable y lo sostuve tenso en torno a la cintura de la bita, pero todo fue inútil. El ataúd parecía preso de la misma exacerbación de vida de Valdés. A través de las toscas tablas de pino, algún fluido debió comunicarse al revolucionario cajón de los mineros en huelga.
Una ola del norte levantó la proa de la escampavía en ese mismo instante. Nos elevamos vertiginosamente. Tuve la impresión de que el barco se erguía sobre el pecho del tumbo como un potro que va a pelear. Un torrente de agua se vació por la popa. Solté el cable para subirme por la escala del obenque y librarme d e la zancadilla traicionera de la corriente en fuga. Desde allí vi correr el ataúd de Valdés con súbito arranque. Loco parecía al verse libre de las amarras que lo aprisionaban. Se acercó peligrosamente a la borda. Allí se detuvo un segundo.
Algo, tal vez los restos de una manilla, lo sujetaron del colgante candelero de la baranda, pero el roción lo empujó por detrás, giró un cuarto de círculo y se precipitó en una rápida zambullida a la negra convulsión de las olas.
-¡Se fue! -dijo simplemente el marinero, que, junto conmigo, subió en la escalera de cuerdas del obenque de estribor.
El barco volvió a su equilibrio poco después. Si a la baranda no le hubiera faltado un candelero en la curva de la popa, el ataúd no habría resbalado. El azar enredaba a Valdés, desde su salida de Santiago, en una trama de alucinantes casualidades, como si el pantano de su vida obscura hubiera terminado por molestarlo y se resarcía de su inercia, precipitándolo en un torbellino de aventuras donde la vitalidad de Valdés ardió con una rapidez vertiginosa de girándula.
Bajamos de la escala de cuerdas y nos acercamos a la borda. Era un gesto inútil, porque en aquel torbellino negro, donde chasqueaba la espuma deshecha, nada podía distinguirse.
-Igual se nos fue un tiburón de la popa de la "Baquedano" en el mar Caribe-me dijo el marinero.
Fui a comunicar la noticia a Maldonado Silva y los demás miembros de la Comisión. Mi marcha por la cubierta no fue difícil esta vez. El viento había disminuido y la escampavía navegaba ahora casi normalmente. Sentí el jadeo de las máquinas, que antes ahogó el viento, y el golpe de las olas en los flancos de hierro. En la cámara estaba únicamente el teniente flaco, fumando ante un vaso de whisky. Permanecía extrañamente inmóvil, los ojos casi petrificados. El movimiento regular de su brazo al llevar el whisky o el cigarro a la boca era el único signo de vida. Permanecí indeciso, sin atreverme a interrumpir su callado soñar.
Fue él quien primero me advirtió. Me señaló un asiento y una copa con imperativo gesto. Le obedecí. Me dijo que Maldonado Silva y los otros estaban tendidos en los camarotes, muy mareados. Seguíamos a Talcahuano directamente, sin tocar en Coronel, como era la ruta primitiva. Le conté ( la aventura me llenaba por completo) cómo el ataúd se zafó de sus amarras y el brazo de la ola lo llevó al mar.
Un rictus extraño contrajo su cara, acercando el ojo a la comisura izquierda. Debió ser una sonrisa.
-¡Qué divertido! -agregó por todo comentario Y me sirvió whisky de nuevo. No volvió a hablar. Me quité la chaqueta de hule y saqué mis zapatos calados de agua a un consejo suyo. Un marinero joven, su asistente, me trajo una manta y me tendí en la chaise-longue pegada al tabique de madera. Me adormecí nada más. Varias veces me levanté sobresaltado. Oía, entonces los ronquidos del teniente, de codos sobre la mesa, y el traqueteo de la máquina, casi detrás del muro de madera. No sentí balance alguno. ¿Se habría ido el temporal tan inopinadamente como se acercó a nosotros? Jirones de sueño huían amedrentados apenas me incorporaba, pero su sedimento persistía en la subconsciencia. Valdés, sonriendo entre los obreros, o agonizando en la mina, o aplastada su cara exangüe por la tapa del ataúd, pasaba en cada una de estas visiones inconexas. Grandes vacíos negros. Paréntesis agradables de sueño, seguramente; luego, el ataúd navegando como un bote minúsculo, en un mar de mediodía, vibrante de luz. Un vuelo de ávidos albatros sigue el derivar del ataúd.
La invisible corriente lo va llevando hacia la playa. Quiebra, de pronto, las totoras de un pajonal en la boca de un estero y se detiene. Los albatros lo han seguido. En ágiles vuelos alejan a las gaviotas costeñas que han acudido a millares. Un agudo dolor me despierta. Mi codo a un brusco movimiento, ha golpeado el brazo del sofá. Reina en torno mío un gran silencio. Ni jadeo de máquinas, ni chasquear de olas. Las barnizadas maderas se adormecen en el aire gris, desteñido al pasar por el grueso vidrio del ojo de buey. Advierto movimiento en la cubierta; luego, el característico rodar de las cadenas por el escobén. Acabamos de fondear en Talcahuano, seguramente.
Lucho media hora por meterme los zapatos, que el agua salada ha disminuido considerablemente de volumen. Subo a cubierta. Hemos anclado frente al muelle del Apostadero Naval. La población casi no se ve. Pesados copos de niebla han fondeado en las faldas de los cerros. Se oyen campanas, silbatos de locomotoras.
Aparece en la orilla, partiendo la niebla, el pequeño tren del Apostadero, cargado de obreros del dique.
El teniente, muy correcto en su abrigo galoneado, me da amablemente los buenos días. Su actitud es ahora otra. Casi un buen amigo nuestro.
-Yo habría mandado al "Meteoro", buque muy cómodo y que está en la bahía desde la otra semana; pero el Comodoro se opuso-explicó en descargo de su responsabilidad.
Recuerda el deslizamiento del ataúd al mar. Me pregunta quién es ese señor Valdés. Le narro la historia de Valdés, es decir, la de los últimos quince días de su vida. Como yo le he dado a mi narración un tinte humorístico, el teniente se ríe.
-¡Estará naturalmente en el fondo del mar! -terminó.
-Por hoy o mañana, pero luego los gases lo harán subir a la superficie. Saltará la tapa del ataúd y entre pájaros y peces se comerán a su amigo Valdés.
Se alejó para hacer arriar un bote al agua. Maldonado Silva asomó en el hueco de la escotilla. Venía deshecho por el mareo. Los ojos amarillos, aún el rictus de las bascas en los labios. Sáez y los otros también subieron a los pocos segundos. Les referí la trágica zambullida de Valdés, después de muerto, al fondo del mar. La oyeron sin inmutarse. Veíase que el mareo había secado en ellos, las fuentes de la compasión humana.
-Es necesario pedir el certificado al médico legista de Lebú-observó uno de los diputados.
-Yo tengo el del oficial civil -le repliqué.
Maldonado se dirigió al teniente, que volvía hacia nosotros: -Lo único que deseo, teniente, es bajar a tierra cuanto antes. Allí lo arreglaremos todo. ¡Creo que me voy a marear de nuevo si sigo viendo el agua! Ya Valdés había dejado de interesarle. En el fondo del mar o en la superficie, varado en una playa o comido de los pájaros, no era un elemento aprovechable, pero figuraría, muchas veces, como un mártir de la epopeya del carbón, en los miles de discursos que aún le restaba pronunciar.
*** Hace dos días he encontrado de nuevo a Vallet en la calle. Me ha convidado a comer a su casa esa misma noche. Deseo preguntarle por dos cosas relativas a Valdés: la maleta y la máquina fotográfica de que me habló doña Eustaquia Calderón. Le cuento mi visita a la dueña de la pensión de Nataniel. Le hablé de la maleta y de la máquina estropeada.
Vallet me ha contestado sin vacilar: -La maleta la traje yo. La encontré, después, en el equipaje. Ahí está con unos calcetines y una camisa. Llevatela tú. Te sirve de pretexto para otra visita. La máquina la tomó Maldonado Silva en el vapor para desarrollar las planchas. ¡Buen chasco debe haberse llevado por lo que tú me cuentas! No vi la maleta ni sé, hasta el momento, si Vallet la ha devuelto a la señora Eustaquia Calderón, de la calle Nataniel.