jueves, abril 12, 2018

Pan

Dejaron un pan en la mesa, 
mitad quemado, mitad blanco, 
pellizcado encima y abierto 
en unos migajones de ampo. 

Me parece nuevo o como no visto, 
y otra cosa que él no me ha alimentado, 
pero volteando su miga, sonámbula, 
tacto y olor se me olvidaron. 

Huele a mi madre cuando dio su leche, 
huele a tres valles por donde he pasado: 
a Aconcagua, a Pátzcuaro, a Elqui, 
y a mis entrañas cuando yo canto. 

Otros olores no hay en la estancia 
y por eso él así me ha llamado;
y no hay nadie tampoco en la casa 
sino este pan abierto en un plato, 
que con su cuerpo me reconoce 
y con el mío yo reconozco. 

Se ha comido en todos los climas 
el mismo pan en cien hermanos: 
pan de Coquimbo, pan de Oaxaca, 
pan de Santa Ana y de Santiago. 

En mis infancias yo le sabía 
forma de sol, de pez o de halo, 
y sabía mi mano su miga 
y el calor de pichón emplumado... 

Después le olvidé, hasta este día 
en que los dos nos encontramos, 
yo con mi cuerpo de Sara vieja 
y él con el suyo de cinco años. 

Amigos muertos con que comíalo 
en otros valles, sientan el vaho 
de un pan en septiembre molido 
y en agosto en Castilla segado.

Es otro y es el que comimos 
en tierras donde se acostaron. 
Abro la miga y les doy su calor; 
lo volteo y les pongo su hálito. 

La mano tengo de él rebosada 
y la mirada puesta en mi mano; 
entrego un llanto arrepentido 
por el olvido de tantos años, 
y la cara se me envejece 
o me renace en este hallazgo. 

Como se halla vacía la casa, 
estemos juntos los reencontrados, 
sobre esta mesa sin carne y fruta, 
los dos en este silencio humano, 
hasta que seamos otra vez uno
y nuestro día haya acabado...